Uno de los puntos más polémicos es la eliminación de la figura de transmisión de derechos de agua entre particulares. Morena presume esta medida como un golpe.
Lorena Piñón Riveradomingo, 30 de noviembre de 2025 · 00:07 hs
Morena quiere dar otro golpe autoritario con el acaparamiento histórico del agua, se ofrece el discurso del “derecho humano al agua” mientras se construye un andamiaje legal que concentra decisiones en la autoridad federal, reduce la seguridad jurídica rural y abre espacios para discrecionalidad y uso político del recurso para chantajear a los ciudadanos, a los ayuntamientos y a los gobiernos estatales.
Uno de los puntos más polémicos es la eliminación de la figura de transmisión de derechos de agua entre particulares. Morena presume esta medida como un golpe al mercado negro del agua y a la mercantilización “neoliberal” del recurso, pero en la práctica borra de un plumazo la posibilidad de heredar, vender o ceder concesiones que forman parte del patrimonio de miles de familias rurales y pequeñas unidades productivas.
El mensaje es brutal: el Estado reconoce que durante décadas promovió un modelo de concesiones, cobró derechos y dejó invertir a productores en infraestructura, pero hoy, en nombre de la justicia social, les dice que ese patrimonio era moralmente ilegítimo y, por tanto, puede confiscarse sin compensación.
Al mismo tiempo, la reforma presume “certeza” cuando en realidad multiplica la incertidumbre. Se condiciona el acceso o la renovación de volúmenes de agua a criterios genéricos de “sustentabilidad”, “uso eficiente” o “infraestructura adecuada”, sin parámetros claros ni reglas de transición diferenciales para pequeños productores frente a la agroindustria.
En manos de una autoridad que arrastra antecedentes de captura, corrupción y discrecionalidad; esta redacción se traduce en un poder de interpretación casi absoluto sobre quién merece conservar el agua y quién deberá replegarse o ampararse para sobrevivir; es un garrote para ciudadanos, ayuntamientos y gobernadores.
El discurso oficial insiste en que se acabará con los privilegios de grandes acaparadores, pero el diseño normativo es mucho más tímido con ellos que con los campesinos. El resultado probable no es una democratización del agua, sino una nueva ola de concentración: los débiles se ven forzados a abandonar la actividad, y los fuertes, aun con más regulación, logran adaptarse y ganar terreno.
Imaginemos un caso hipotético muy cercano a la realidad: la familia López, en la huasteca veracruzana obtuvo hace 30 años una concesión modesta para riego de un área suficiente para maíz y hortalizas de temporada. Con el tiempo, pidió créditos, invirtió en pozos más eficientes, sistemas de riego por goteo y capacitación para usar menos agua por tonelada cosechada, confiando en que la concesión formaba parte de su patrimonio, igual que la tierra.
Hoy, la madre de familia, ya viuda, planea heredar el rancho a sus dos hijas: una quiere seguir en el campo; la otra, vender su parte para emprender en la ciudad. Bajo el nuevo esquema, la transmisión de esos derechos de agua está prohibida; la continuidad del volumen depende de que Conagua valide que la infraestructura cumple con estándares que la familia no tiene recursos para acreditar y, además, los plazos de vigencia se acortan.
La madre descubre, de la noche a la mañana, que aquello que durante tres décadas le dijeron que era suyo –avalado por títulos y recibos de pago de derechos– se ha convertido en una concesión precaria, condicionada, revocable, cuyo valor en el mercado es prácticamente nulo. No hay expropiación formal ni un peso de indemnización; solo la lenta evaporación de un patrimonio construido gota a gota.
El caso de la familia López ilustra la verdadera fractura ética de la reforma: en lugar de corregir los abusos con bisturí, Morena elige la motosierra legal.
Podría haberse optado por: 1) mantener la transmisibilidad, pero prohibir la especulación financiera con volúmenes ociosos; 2) aplicar auditorías técnicas y fiscales estrictas a grandes acaparadores; 3) crear un fondo de compensación para quienes pierdan derechos en aras de la justicia hídrica; 4) establecer criterios progresivos que obliguen más a quien tiene más. Sin embargo, la ruta elegida mezcla una retórica progresista con instrumentos centralizadores y punitivos que castigan sobre todo a quienes no tienen cabilderos ni abogados.
Quienes se oponen a esta reforma no defienden la corrupción ni el acaparamiento; defienden la idea básica de que el Estado no puede, bajo un cambio de narrativa, desconocer derechos que él mismo diseñó e impulsó durante décadas. Reconocer el derecho humano al agua implica también respetar la seguridad jurídica de quienes han invertido en producir alimentos y sostener economías rurales, corrigiendo abusos con precisión, no demoliendo el sistema sin un plan justo de transición.
Si Morena quiere de verdad una ley de aguas a la altura de la crisis climática y de la desigualdad, necesita menos consignas y más humildad: escuchar a los que están en la primera línea de la sequía antes de convertir, otra vez, la política hídrica en un experimento que los de abajo pagan con su patrimonio y su futuro.
POR LORENA PIÑON RIVERA
DIPUTADA FEDERAL
X: @lorenapignon_
Publicado originalmente por: https://heraldodemexico.com.mx/opinion/2025/11/30/el-agua-como-botin-politico-748870.html